

My favorite food? Wow! I confess I was a bit of a picky eater as a child. Perhaps we're all like that, or maybe our tastes change as we grow up.
I must have been a nightmare for my parents at lunchtime. I avoided meat, especially chicken (I wouldn't eat it for anything). I also picked at the sofrito—any little vegetable or seasoning on the plate. I chewed beef until I left the pulp in my mouth, which I spit out at the first opportunity. And forget about drinking milk; I couldn't stand the taste.
You might be wondering: so what did you eat?
Well, rice and pasta, accompanied by boiled or fried plantains with soda or natural juice, such as lemon, papaya, loquat, or watermelon; always sweetened with refined sugar, of course. Arepas with cheese and fried or scrambled eggs, mandocas (fried rings made from a mixture of plantain, flour, and unrefined cane sugar). I can't forget pasticho (a Venezuelan variation of lasagna) and tequeños (cheese sticks wrapped in wheat dough and fried).
As you can see, my repertoire at mealtimes wasn't exactly extensive. Not for lack of food, but due to bad habits. On the other hand, my beloved father was the type who could eat rocks if he had to, and my mother wasn't far behind.
I wonder if some vegetarian gene was activated in me?
I remember that when I spent vacations with my grandmother, she would find ways to get me to eat animal protein. Her method was simple but effective: she would blend chicken or beef into noodle or bean soup until it became a smooth, thick, delicious cream.
As an adult, when I joined the armed forces, I had a really tough time at first. As a cadet candidate, I angered one of the lieutenants in my squad because of my reluctance to eat chicken. Yes, he lost his temper; fortunately for me and unfortunately for him, he was discharged for a serious offense. In my first three months, I lost about 20 kilos. My mother almost burst into tears when she saw me so thin with my shaved head, which accentuated my ears. She asked me if I wanted to request a discharge, but I told her no. Now that I think about it, I don't know for sure how I survived the diet for four years.
After passing officer training school, came the toughest test: my wife's cooking. Ha, ha, ha.
It's worth clarifying that she's an exquisite cook. The problem was me and my absurd scruples when it came to sitting down to eat. She achieved the impossible for the military: seasoning the chicken breast and breaded cutlet in such a way that I wouldn't reject them or make the face of disgust that so annoyed my superiors. Over time, my tastes broadened, and I stopped picking at the food on my plate.
If I had to choose a favorite dish today, it would not be easy. I know I'm still far from my late father, who seemed to enjoy a wide variety of foods. Perhaps it would be between Middle Eastern falafel and ricotta and spinach lasagna. As you may have noticed, meat (red or white) still takes a backseat. I eat it, yes, but I could certainly do without it.
I hope you enjoyed my culinary chronicles.
Greetings.

Image by Firas Hassoun on Pixabay

Writing by @janaveda in Spanish and translated to English using https://translate.google.com
The thumbnail was created from imagen by Romjan Aly on Pixabay
Thanks for reading this for me. I hope you like my writing. I would love to hear your comments and learn from your feedback.
Tired...! Are you no longer satisfied with traditional social media?
Then I invite you to get to know Hive by clicking here.
Join our global community, where uncensored freedom is our north.



¿Mi comida favorita? ¡Vaya! Confieso que desde niño he sido un poco difícil de complacer. Quizás todos somos así y hemos experimentado cambios en nuestros gustos gastronómicos a medida que hemos ido creciendo.
Debí haber sido una pesadilla para mis padres a la hora del almuerzo. Evitaba las carnes, especialmente el pollo (por nada del mundo lo comía). Así como también escarbaba los sofritos de los platos: cualquier ramita vegetal o aderezo en las comidas. Masticaba la carne de res hasta dejar el bagazo, que escupía en la primera oportunidad. Ni qué decir de tomar leche; no toleraba su sabor.
Quizás se preguntarán: entonces, ¿qué comías?
Bueno, arroz y pastas, acompañados de plátanos cocidos o fritos con su respectiva gaseosa o jugo natural, como por ejemplo, de limón, lechosa, níspero o patilla; eso sí, endulzado con azúcar refinada. Arepas con queso y huevos fritos o revueltos, mandocas (son aros fritos de una mezcla de plátano, harina y papelón de caña de azúcar). No puedo dejar de lado los pastichos (una variante venezolana de la lasaña) y los tequeños (dedos de queso envueltos en masa de trigo que se fríen).
Como verán, mi repertorio a la hora de comer no era muy extenso, que digamos. No por carencia, sino por malos hábitos. En cambio, mi amado papá era del tipo de los que podrían comer piedras si hubiese podido, y mi madre no se quedaba muy atrás.
Me pregunto, ¿será que algún gen vegetariano se activó en mí?
Recuerdo que cuando pasaba las temporadas vacacionales con mi abuela, ella se las ingeniaba para hacerme comer las proteínas animales. Su método era sencillo, pero efectivo: licuaba el pollo o el filete de res con la sopa de fideos o granos hasta volverlos homogéneos en una crema, espesa y deliciosa.
Ya de adulto, cuando ingresé a las fuerzas armadas, la pasé realmente mal al principio. Como aspirante a cadete, hice enojar a uno de los alféreces de mi escuadra por mi reticencia a comer pollo. Sí, él llegó a perder los estribos; por fortuna para mí y desventura para él, fue dado de baja por una falta grave cometida. En mis primeros tres meses, perdí unos 20 kilos de peso. Mi madre casi se suelta a llorar al verme tan flaco, con el pelo rapado que realzaba mis orejas. Me preguntó si quería solicitar la baja, pero yo le dije que no. Ahora que lo pienso, no sé con certeza cómo sobreviví al régimen de alimentación durante cuatro años.
Superada la escuela de oficiales, vino la prueba más dura: la cocina de mi esposa. Ja, ja, ja.
Vale la pena aclarar que ella cocina exquisito. El problema era yo, con mi absurdo escrúpulo a la hora de sentarme a la mesa a comer. Ella logró lo imposible para la milicia: sazonar la pechuga y la milanesa de pollo de tal manera que no la rechazara ni pusiera la cara de desagrado que tanto molestó a mis superiores. Con el tiempo, fui ampliando mis gustos y dejé de espurgar los platos.
Si tuviera hoy que decantarme por un plato en especial, lo tendría difícil. Sé que todavía estoy lejos de mi difunto padre, quien parecía disfrutar de todos los alimentos. Quizás estaría entre el falafel del Medio Oriente y el pasticho de ricotta con espinacas. Como habrán notado, las carnes (rojas o blancas) siguen en segundo plano. Las como, sí, pero seguramente podría prescindir de ellas.
Confío en que hayan disfrutado mis crónicas culinarias.
Saludos.

Imagen de Firas Hassoun en Pixabay

Un escrito muy personal de @janaveda
La miniatura se creó a partir de la imagen de Romjan Aly en Pixabay
Gracias por leerme. Espero que este escrito sea de su agrado. Me gustaría mucho leer sus comentarios al respecto para enriquecerme con sus críticas.
¡Cansado! ¿Ya no te satisfacen las redes sociales tradicionales?
Entonces, te invito a conocer Hive presionando aquí.
Únete a nuestra comunidad global, en donde la libertad sin censura en nuestro norte.


