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Los ruidos eran asombrosos. En las afueras de su hogar resonaba el crujir de mandíbulas. Algo se alimentaba cada noche, sin excepción. Esto venía ocurriendo desde hacía meses.

Su hogar se encontraba en medio de la selva, un lugar salvaje habitado por criaturas feroces, depredadores y víctimas.

Era un juego de cazar o ser cazado.

Decidió no esperar más y se aventuró una noche con su linterna para descubrir la fuente de aquel misterio.

Entre la maleza, a pocos metros de la pared de su casa, encontró una flor extraña con dientes y una boca abierta. La flor era carnívora, pero carecía de ojos. Aun así, extendió su lengua amenazadoramente hacia nuestro protagonista, como si quisiera devorarlo.

Aquella flor era una rareza sin igual.

Cazaba a todos los animales que se acercaban y los devoraba vorazmente. Era un espectáculo aterrador presenciar cómo se alimentaba.

Se preguntaba cómo había llegado hasta allí y cuánto tiempo llevaría acechando en las sombras de la selva.

Sin embargo, no podía quedarse allí contemplando la extraña flor por mucho tiempo. Su supervivencia dependía de alejarse de aquel peligro inminente.

Retrocedió lentamente, con el corazón latiendo aceleradamente, sintiendo el alivio de haber escapado de las fauces de aquella planta carnívora.

Una vez a salvo, decidió no contarle a nadie sobre su encuentro con la flor.

Sabía que nadie le creería. Pero aquel recuerdo persistiría en su mente, recordándole que en la selva, la naturaleza podía albergar seres tan fascinantes como mortales.

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