Me puse mi suéter favorito, ese que ya tiene historia, y me preparé un yogur frío con fresa, chía y un chorrito de miel. No era hambre. Era pausa. Era ese momento en el que el cuerpo pide algo suave, algo que acompañe el silencio. Me senté frente a la ventana, con la taza de té caliente en una mano y la cucharita en la otra. Afuera, el mar se movía lento, como si también estuviera reflexionando.

Mientras saboreaba el yogur, pensaba en mis chicas del curso. En los mensajes que envié esta mañana, en cómo cada palabra que les comparto tiene intención, tiene propósito. Pensaba en las bambalinas que quiero personalizar para Navidad, en los nombres que ya tengo anotados, en las frases que quiero que abracen. Todo eso pasaba por mi mente mientras el yogur se derretía lento, como el día.

Y entonces me di cuenta: esta merienda no era solo una merienda. Era un ritual. Un recordatorio de que incluso en una tarde heladora, puedo crear calor desde adentro. Que cada gesto, por pequeño que sea, puede convertirse en una ceremonia de presencia. Que el té, el yogur, el viento, el silencio… todo puede ser parte de una historia que vale la pena contar.

Así que aquí estoy. Documentando este instante. Porque si algo he aprendido, es que los momentos más simples son los que más nos transforman. Y hoy, esta tarde heladora de yogur, me recordó que estoy viva, que estoy creando, y que cada pausa también es parte del camino.