Today we decided to treat ourselves and went to a Peruvian restaurant for lunch. As soon as we entered, the aroma of chili peppers, corn, and fried foods enveloped us like a savory embrace. We settled into a table near the window and, without much hesitation, ordered one of the most irresistible classics: broasted chicken with fries and natural juice.
Soon, the feast arrived. In the center of the table, a generous platter of broasted chicken was placed, with that perfect crispy browning that only Peruvians can achieve. The first bite was an explosion: the meat was juicy on the inside and the coating had that spicy flavor that made you close your eyes in pleasure.
On one side, a mountain of homemade fries, golden brown, the kind with crispy edges and a soft center. We all dug into our plates guiltlessly, washing them down with the typical sauces that are a must: yellow chili, homemade mayonnaise, and a spicy rocoto sauce that awakened the palate.
To accompany it, we had a pitcher of iced passion fruit juice, thick and refreshing, which contrasted beautifully with the hot, crunchy dish. We poured our glasses, toasted with a smile, and continued eating leisurely.
It was a simple but perfect meal, one that needs no ceremony to become a happy memory. Eating like this, in good company and with comforting flavors, is a celebration in itself.
Hoy decidimos darnos un gusto y fuimos a almorzar a un restaurante de comida peruana. Nada más entrar, el aroma del ají, el maíz y las frituras nos envolvió como un abrazo sabroso. Nos acomodamos en una mesa cerca de la ventana, y sin pensarlo mucho, pedimos uno de los clásicos más irresistibles: pollo broaster con papas fritas y jugo natural.
Al poco tiempo, llegó el festín. En el centro de la mesa colocaron una fuente generosa de pollo broaster, con ese dorado crujiente perfecto que solo los peruanos saben lograr. El primer bocado fue una explosión: la carne jugosa por dentro y el rebozado con ese sabor especiado que te hace cerrar los ojos de placer.
A un lado, una montaña de papas fritas caseras, bien doradas, de esas que tienen bordes crujientes y centro suave. Todos metimos la mano al plato sin culpa, acompañándolas con cremas típicas que no pueden faltar: ají amarillo, mayonesa casera y una salsita rocoto picante que despertaba el paladar.
Para acompañar, una jarra de jugo de maracuyá helado, espeso y refrescante, que contrastaba de maravilla con lo caliente y crocante del plato. Servimos los vasos, brindamos con una sonrisa y seguimos comiendo sin apuro.
Fue una comida sencilla pero perfecta, de esas que no necesitan ceremonia para convertirse en un recuerdo feliz. Comer así, en buena compañía y con sabores que reconfortan, es una celebración en sí misma.